Este año he disfrutado de un nuevo intercambio académico que me ha permitido conocer otra universidad y otra cultura. En esta ocasión, he visitado la Universidad de Bucarest, en Rumanía, donde me invitaron a hablar sobre el impacto de la inteligencia artificial (IA) generativa en la industria de contenidos.
En el histórico edificio de la Facultad de Letras, cuya arquitectura neoclásica evoca el legado intelectual que alberga, compartí mis perspectivas sobre las oportunidades y los desafíos que plantea la IA generativa, así como casos reales de su uso en la prensa digital, la televisión, el cine y la publicidad.
La actividad estimuló un debate participativo y enriquecedor sobre las implicaciones éticas, sociales y legales de esta tecnología. Discutimos cómo la proliferación de contenido artificial podría «envenenar» el ecosistema digital e influir en el futuro de la comunicación y de los oficios creativos. En este contexto, se hizo evidente la necesidad de reconsiderar el concepto de archivo, la noción de lo que es real y nuestro papel como usuarios de la IA.
Pero esta experiencia no se ha limitado al aula. Durante mi estancia, el equipo docente me ha envuelto en su calidez y me ha mostrado la rica cultura de la zona. Juntos hemos explorado los pasillos de las librerías más reconocidas de la ciudad. Entre ellas, visitamos varias sucursales de Cărturești y de la Librăria Humanitas, auténticos puntos de referencia culturales.
Bucarest, la pequeña París del Este
Mi viaje a Rumanía ha sido una inmersión en la esencia de Bucarest. Esta metrópoli, corazón y alma del país, oculta un pasado espléndido tras una aparente melancolía. Es un cofre lleno de historia y cultura, palpable en sus monumentos, museos y costumbres.
La ciudad se presenta como un lienzo de contrastes, donde la elegancia parisina convive con la grandiosidad estalinista en una armonía inesperada. Bucarest, al igual que sus hermanas poscomunistas Bratislava, Budapest y Praga, muestra las cicatrices de su historia mientras abraza un futuro prometedor.
He tenido el privilegio de visitar lugares emblemáticos como el Palacio del Parlamento, de una magnitud descomunal, y el Ateneo Rumano, una joya neoclásica que resuena con las melodías de la Orquesta Filarmónica. El Mercado de Obor es un festín para los sentidos que ofrece un vistazo auténtico al estilo de vida de la capital. El Monasterio Stavropoleos es un refugio de espiritualidad, un tesoro del arte bizantino, mientras que el Museo del Pueblo despliega con orgullo la vida rural de Rumanía bajo el cielo abierto.
Explorar los barrios emblemáticos ha sido una delicia. El centro histórico (Lipscani) bulle con una oferta de ocio y comercio que no conoce el descanso; sus calles adoquinadas son un carnaval de colores y energía. Y el barrio de Cotroceni, que alberga el jardín botánico, es un oasis de tranquilidad.
Más allá de la ciudad: tesoros de Rumanía
Mi curiosidad me llevó más allá de los límites de la ciudad, a los alrededores donde castillos, monasterios y otros lugares carismáticos de las regiones de Valaquia y Transilvania se alzan como testigos del orgullo rumano. El castillo de Peleș, con su arquitectura de cuento de hadas, el Monasterio de Sinaia, con su aura de espiritualidad, y la encantadora ciudad medieval de Brașov, enclavada al pie de los Montes Cárpatos, son joyas que brillan con luz propia.
Aunque este viaje ha estado repleto de descubrimientos y maravillas, hay monumentos que, con cierta nostalgia, he tenido que dejar para una futura visita. Por ejemplo, el Palacio de Bran, envuelto en leyendas y conocido como el hogar de Drácula, es un lugar que despierta la imaginación y promete una aventura gótica. Por otro lado, el Castillo de Hunyad, con sus torres imponentes que se elevan hacia el cielo, es un testimonio del pasado medieval de Rumanía. Ambos son destellos de historia y misterio que espero explorar, para completar el tapiz de experiencias que ofrece este país.