Desde que Steve Sasson la inventara, en 1975, la fotografía digital ha recorrido un vertiginoso camino marcado por los progresivos logros orientados a ganar en calidad de imagen y a disminuir en tamaño, hasta el punto de poder integrar una cámara de calidad en un teléfono.
Al mismo tiempo, la era digital permite almacenar centenares de fotos en ese teléfono, y muchas más en Internet. Así, hoy es fácil tomar decenas, cientos, miles de fotos. Buscamos capturar la imagen que iguale a la realidad, para retenerla, buscando el testimonio y el recuerdo. Pero, luego, ¿qué hacemos con tanta foto?
En este escenario de sobreabundancia, organizar las fotos personales se ha vuelto cada vez más necesario. Es un problema, y es imperioso, pero tiene solución. Se ha estudiado cómo las personas manejan la multitud de fotos que se acumulan en el móvil, en el ordenador o en la nube, y se observa con preocupación cómo la tendencia es hacer poco o nada con ellas.
A menudo guardamos fotos casi idénticas, o que carecen de valor testimonial porque están borrosas. Borrar estas fotos es fácil, y a su vez facilita encontrar después imágenes específicas. Sin embargo, tendemos a una acumulación pasiva y descontrolada que nos expone a perder las mejores imágenes entre muchas desechables.
Sobre estas cuestiones, entre otras, he escrito para la plataforma The Conversation un artículo divulgativo que reflexiona sobre el valor de las fotografías personales en un contexto de sobreabundancia. Hacemos fotos como apoyo a los recuerdos, pero apenas dedicamos esfuerzos a organizarlas; adoptamos soluciones pasivas de preservación. ¿No están entonces perdiendo valor?