Está comprobado: tras la pantalla, sin querer, podemos resultar antipáticos. Los medios sociales, el correo electrónico y la mensajería instantánea nos llevan a escribir de manera informal. Pero también nos exigen rapidez, y eso dificulta que pensemos bien lo que decimos y que nos expresemos con claridad, lo que puede provocar malentendidos. No se trata solo de que usemos mal estas herramientas o que escribamos con descuido. Hay otras razones.
Una de ellas es que la falta de contacto visual tiene un efecto tóxico: la desinhibición en línea. Al no ver a la persona con la que hablamos, cambia nuestra forma de expresarnos. Además, las redes sociales nos dan un subidón de autoestima que nos hace perder el autocontrol y la objetividad. Así, defendemos nuestro punto de vista con firmeza y nos enfrentamos a quienes no lo comparten. Esta actitud, casi disociativa, muestra que no actuamos igual en línea que en persona.
Otra causa es que, como seres sociales, nos mostramos de manera distinta según con quién, de qué y dónde hablamos. Adaptamos nuestra imagen al contexto. Pero las redes sociales mezclan públicos distintos y crean un choque de contextos, lo que explica por qué en espacios digitales como Twitter o los grupos de Facebook hay tantos sentimientos de ofensa e indignación. Cuando un mensaje se expone a una multitud, es fácil que alguien lo interprete mal.
En definitiva, a veces, nuestras comunicaciones digitales nos hacen quedar mal, sin querer. Esta realidad tan frecuente la explico en un artículo divulgativo que he escrito para The Conversation, donde también comento los nuevos códigos de estilo que los mensajes de texto han introducido en el lenguaje escrito para facilitar el entendimiento.
La comunicación digital tiende a la informalidad, lo que no exime de cuidar la cortesía.