Desde que la visité por primera vez en 2004, Estambul, la perla de Turquía, se ha convertido en uno de mis destinos favoritos. He vuelto varias veces desde entonces, y cada vez me sorprende con su belleza, su historia y su cultura. Allí no me siento como un turista más, sino como un invitado de honor.
Las amistades que tengo en esta metrópolis entre dos continentes me han acogido con hospitalidad y me han mostrado los rincones más auténticos: desde las majestuosas mezquitas y los coloridos bazares hasta los animados cafés y los misteriosos hammams.
Uno de mis lugares predilectos es el puente de Galata, que cruza el estrecho del Bósforo y conecta los distritos de Gálata y Eminönü. Los pescadores, con sus cañas, pueblan el nivel superior, mientras que abajo reina el aroma del pescado fresco de los puestos callejeros, acompañado de pan, ensalada y té. Más que una simple estructura, este icónico puente es un símbolo de la vida cotidiana de Estambul y un mirador privilegiado para contemplar su espectacular silueta.
Otro de los barrios que no hay que perderse es el de Sultanahmet, donde se encuentran algunos de los monumentos más emblemáticos de Estambul. La Mezquita Azul, con sus seis minaretes y sus azulejos de color turquesa, es una obra maestra de la arquitectura otomana. Santa Sofía, que fue iglesia, mezquita y museo, es un testimonio de la historia milenaria de Estambul. El Palacio de Topkapı, que fue la residencia de los sultanes durante cuatro siglos, es un complejo de edificios, jardines y museos que albergan tesoros como el diamante del cucharero, el manto del profeta Mahoma o las armas de los jenízaros.
Estambul es también una ciudad de contrastes, donde lo antiguo y lo moderno conviven en armonía. Es un ejemplo de ello el Cuerno de Oro, la ría que parte en dos el lado europeo. A sus márgenes, se observan desde las viviendas de madera al estilo otomano hasta los edificios de cristal y acero que tocan el cielo. Al caer la tarde, todo se ilumina con un brillo especial, cuando el sol se oculta tras las colinas y tiñe el cielo y el agua de tonos dorados.
Hay que explorar también las orillas del Bósforo, el canal que une el mar de Mármara con el mar Negro y que separa Europa de Asia. Un recorrido por este estrecho revela un paisaje urbano único en el mundo, con sus cúpulas y minaretes que se perfilan en el horizonte. Se puede tomar un ferry que lo navega y que se detiene en varios lugares de interés, como el Palacio de Dolmabahçe, la Torre de la Doncella (Kız Kulesi), el castillo de Rumelia (Rumelihisarı) o el pueblo de Anadolu Kavağı, donde se puede subir a una fortaleza bizantina y contemplar la entrada al mar Negro.
Estambul es una ciudad de cine, que he capturado con mi cámara en cada rincón. Me ha seducido con su encanto, su energía y su cultura, y siempre me llama a volver, y me espera con los brazos abiertos.
Más allá de Estambul: la riqueza de Turquía
Estambul es un excelente punto de partida para descubrir la diversidad de Turquía, un país que me fascina por sus contrastes.
Ankara, la capital, es una ciudad moderna y dinámica que palpita con una vibrante vida callejera. En la Anatolia Central, las surrealistas formaciones rocosas de Capadocia y la misteriosa ciudad subterránea de Kaymaklı invitan a la exploración, mientras que los encantadores pueblos de Beypazarı y Kızılcahamam ofrecen una experiencia más tranquila y rural, perfecta para conectar con la cultura local.
Al norte, la costa del mar Negro despliega un paisaje completamente distinto. Safranbolu, con su arquitectura tradicional de madera, es un viaje al pasado. El paisaje alpino de Ilgaz ofrece la posibilidad de disfrutar de la naturaleza en estado puro, mientras que la brisa marina y el ambiente relajado de Amasra invitan a pasear por su puerto y disfrutar de la gastronomía local.
Finalmente, al sur, el golfo de Fethiye, con sus aguas turquesas y calas escondidas, es un paraíso para navegar en goleta y relajarse bajo el sol mediterráneo. Un lugar ideal para desconectar y disfrutar de la belleza natural de la costa turca.