Nuestra actividad cotidiana deja un rastro digital que lo dice casi todo de nostros. El teléfono móvil, compañero inseparable, actúa como una caja negra que registra el gran conjunto de datos que genera lo que hacemos durante el día. Incluso puede capturar y almacenar aspectos tan personales como las horas de sueño, la frecuencia cardíaca o dónde estábamos en cada momento del día.
Con los mensajes de texto, las publicaciones en medios sociales y los álbumes digitales de fotos, muchas personas, casi sin darse cuenta, están documentando su propia vida. Es una captura continua y minuciosa, en tiempo real, cuyo resultado es un archivo detallado que revela las claves de nuestro estilo de vida.
Son registros parciales y fragmentados, pero han probado su utilidad en muchos escenarios. Hacen un seguimiento de la ubicación, ayudan al autocontrol del estado de salud y complementan la memoria humana.
Guardar tanta información personal en estos dispositivos tiene beneficios prácticos, pero también plantea dudas y riesgos sobre la privacidad. Los datos se alojan en servidores remotos, expuestos a ataques y a la exposición de datos personales. Sacados de contexto, esos datos pueden ofrecer un retrato equivocado de una persona.
Sobre estas cuestiones he escrito para la plataforma The Conversation un artículo divulgativo que reflexiona sobre la práctica de recopilar datos sobre experiencias personales, que se conoce como lifelogging.
Las señales y los datos que recopilan y almacenan nuestros teléfonos dicen mucho de nosotros. Guardar tanta información personal en estos dispositivos puede ser útil, pero conlleva riesgos.
